Fuente: El Universal
16 de junio de 2010
Las mutaciones que han tenido los cárteles del narcotráfico en los últimos años, sobre todo a raíz del combate abierto que inauguró el presidente Felipe Calderón, obligan cada año a cambiar el mapa criminal en México. Esta vez no será la excepción, pero el diagnóstico se antoja un tanto diferente. La diversidad de las poblaciones afectadas así como la violencia que se extiende a la población civil, refleja una crecida del caos y un contexto de impunidad que nos obligan a cambiar la visión de este problema, ya no como un asunto de crimen organizado, sino de pérdida de Estado.
Del Cártel del Golfo se desprendieron Los Zetas, y de ahí salió La Familia. Un patrón similar explica la composición y distribución en los últimos años del resto de las organizaciones mafiosas. Esta atomización explicó en su momento el alza en los delitos de alto impacto y las ejecuciones. Era un razonamiento válido. La diferencia ahora, mediados de 2010, es que la violencia ya no afecta sólo a algunas plazas bien definidas, como Nuevo Laredo, Reynosa o Ciudad Juárez. Se padece lo mismo en las ciudades más importantes del país que en las rancherías. Citar las escisiones entre cárteles, las pugnas entre capos, sería insuficiente para explicar la nueva realidad que nos aqueja.
Estamos más bien a merced de un movimiento generalizado de corte paramilitar en que las pandillas, los extorsionadores y los secuestradores advenedizos se aprovechan del miedo que genera la erosión del poder público para lucrar sin obstáculos. El resquebrajamiento de las instituciones y de la cohesión social, derivados inicialmente de la pugna sangrienta por el narcotráfico, ha dejado un contexto que alienta a delincuentes de cualquier clase a aprovechar el manto de impunidad que otorga el caos.
Quizá sea exagerado decir que el problema se ha extendido a toda la República, pues habrá muchos municipios libres de problema. Sin embargo, algo pasa cuando a la aparición de decenas de muertos en Tampico le sigue una matanza en Manzanillo, después una emboscara a un convoy de agentes federales en Zitácuaro y un día posterior una balacera en un centro comercial en Tepic.
Ya ni siquiera se tiene claridad sobre las razones por las que aparecen todos los días menores de edad ejecutados, policías o familias enteras asesinadas. La explicación fácil del “ajuste de cuentas”, es en realidad un pretexto para olvidarse de la víctima.
Inmersos en el caos se debe entender que sólo el orden que provee un Estado democrático podrá sacar al país de la violencia incesante.
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